Ya no recuerdo cuando empecé a disfrutar con la conciencia de mi propia levedad, mas las mañanas se han hecho ya eternas, toda vez que la luz en torno mía se niega a desaparecer, bañándome en su indolencia mientras camino.
Tras muchos días de apostolado, empiezo a acusar el cansancio y si embargo, a cada hora que pasa son más los que hollan la silueta de mi sombra sobre la arena ardiente. Al pasar junto a la aldea, dos figuras se han desprendido, como fruta madura, de la masa sombría que los palmerales imprimen bajo el sol naciente. Observo cómo se dirigen presurosas hacia mí…
Desde entonces no he dejado de oír voces que me llaman y me animan a no desfallecer, mientras mis pies avanzan sin parar por este largo túnel cuyo fin, si es que lo tiene, se niega a manifestarse aún.
Se han detenido, por fin, jadeantes, e inclinando sus jóvenes rostros congestionados, han besado mis sandalias. No han dejado de llorar ni un instante y cuando las he invitado a levantarse, tomando sus suaves manos entre las mías, me han urgido a seguirlas hasta su casa.
El largo periplo a través de este túnel de luz beatífica no hace mella en mi ánimo ni agota fuerza alguna en mi cuerpo (si es que puedo aún hablar de él como mío) y una especie de omnisciencia me va alejando un poco más, a cada paso que doy, del temor y del deseo. Tan sólo ansío llegar pronto al lugar donde el pasadizo acabe por diluirse en un mar de esplendorosa paz y armonía. Entonces sabré que todo habrá terminado y que podré, al fin, descansar.
Una vez en la humilde morada, ambas al unísono me han dado agua para beber y lavado mis pies, manos y rostro y, asimismo, han librado de arena mis largos cabellos con peines de marfil. Luego ha brotado en sus rostros una desconsolada imploración y la mano de la más joven ha señalado el lugar. Me he incorporado y caminado unos metros hasta detenerme frente a la enorme piedra circular…
Me han sobresaltado unos débiles sollozos de familiares resonancias, surgiendo desde algún punto por detrás mía, y por primera vez en todo este tiempo se han detenido mis pasos para prestar oídos a algo que no debería de estar ocurriendo, tan cerca y a la vez tan lejos…
Con ayuda de las dos mujeres he retirado la piedra lo justo para que pueda pasar una persona. De la abertura brota una vaharada de aire fétido…
Un áspero sonido como de piedras arrastradas termina por eclipsar el arrullo de mis voces amigas y a mi alrededor la luz parece perder su intensidad habitual. Una bocanada de aire cálido me acaricia la espalda. Me vuelvo lentamente…
He dado unos pasos hacia el interior de la cueva y a la débil luz que permite la estrecha abertura, lo he visto, rígido, envuelto en lino. Mientras alzo la vista al techo, pienso en el Padre y le imploro fuerza y fe; luego he empezado a hablar: -Levántate…
…y anda-. Cuando he reconocido su figura a la escasa luz de la tumba y oído su voz nítida y dulce pero imperiosa, no me he podido negar; aunque hubiese querido, no habría sido capaz. Detrás mía, el túnel y las voces ya habían desaparecido del todo cuando eché a andar, torpemente hacia El, para tomarle las manos que, solícito, me ofrecía.
Gandalf... me has conmovido, ahora si felicitarte es poco, quizas me anime a compartir algunos escritos similares, creo...
ResponderEliminarUn besote enorme, muchas gracias por algo simplemente genial, como todo lo tuyo.
Me encanta leer cosas tan sumamente tuyas, mago.
ResponderEliminarBeso!
;-)
ResponderEliminarFamoso Zombie si señor. Genial escritura en doble primera persona. Bravo.
ResponderEliminar