Mientras la luz parpadeante de la farola perforaba la ventana y se posaba en mi mesa, iba leyendo un artículo del periódico que decía; “Hallan el cadáver de un joven marroquí en el distrito de los Molinos”. Ahora todo el mundo era conciente de lo que ocurría por aquellos alrededores. Pero a la policía no parecía importarle lo más mínimo. Que pena, pensé. Recuerdo aquellos tiempos cuando se podía pasear tranquilamente con la familia por aquellos campos inmensos, verdes y llenos de vida. Había también un parque, lo que ahora es una fábrica de muebles, que separaba el bosque de la ciudad. Allí íbamos a jugar de pequeños, y a veces, nos adentrábamos en el bosque y pasábamos horas y horas explorando aquellos bosques. Al volver a casa nuestras madres nos azotaban y nos castigaban pero nos daba igual, al día siguiente volvíamos allí en busca de nuevas aventuras. Incluso llegamos a construir una chabola bajo un enorme y majestuoso árbol. Pero ahora todo estaba edificado. El paisaje verde solo permanecía en nuestras memorias y lo que había sido nuestra juventud había quedado mancillada por el capitalismo. Que pena, volví a pensar.
La noche se cernía con lentitud y yo seguía sentado junto a la ventana leyendo el periódico y escuchando a lo lejos las risas simiescas de unas mujeres supuestamente bebidas. Dejé el periódico y me entretuve liando cigarrillos de picadura con papel higiénico. En este bar, en lugar de servilletas era costumbre dejarte encima de la mesa un rollo de papel higiénico, y ya me estaba bien así. En épocas más prósperas, uno de mis caprichos había sido fumar picadura. Había comprado una caja metálica, con la que me habían dado gratis la pipa, que venia sujeta a la lata por una goma. Pero había perdido la pipa. Era un tabaco tan fuerte y basto que apenas tiraba con el papel corriente de fumar, pero liado con papel higiénico de doble hoja quedaba sólido y compacto, y a veces ardía como una antorcha.
Entonces alcé la vista y vi al barman aproximándose.
─ ¿Se encuentra a gusto junto a la ventana, señor Saldaña? ─Preguntó. Una mosca aterrizó en la mesa y empezó a dar vueltas─ ¿No tiene usted frío?
Le pedí otro whisky y me quedé mirando la mosca, luego miré el mundo que habitaba tras la ventana. Allí se extendía la metrópolis, las farolas callejeras, la mía parpadeante, el rojo, azul y verde de los tubos de neón que refulgían con vitalidad como flores nocturnas incandescentes. No tenía hambre, y las misteriosas risitas que me resonaban en la boca del estómago no eran más que nubes densas de humo de tabaco que se habían estancado allí y buscaban con desesperación una forma de salir.
Primero, me dejaste con gusto a poco, hay mas... y aun espero las del bar...
ResponderEliminarme encanto tu escrito, felicitaciones..
Un besote...
tan cotidiano que suena a fantástico, me alegro de volver a leerte después de tanto...
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