Se despertó bastante antes de que lo hiciera el sol. Abandonó la calidez de sus sábanas con entusiasmo y al cabo de unos cuantos bostezos ya se encontraba sentado ante una humeante taza de café y unas galletas que puso, en un montón, junto a la cucharilla que había utilizado para remover el azúcar. El silencio exterior resultaba sobrecogedor y podía oír claramente en el interior de su cabeza el ruido que hacían sus dientes al masticar. A pesar de su parsimonia, los nervios, esa mañana, le atenazaban el estómago y se dio prisa por acabar el desayuno para ir a aliviarse. Cuando por la ventana empezaba tímidamente a clarear, ya se había embutido en su largo abrigo de lana y calzado las botas que se sabían de memoria la orografía de cada una de las esquinas de unos pies en pleno crecimiento. Se agachó y sacó con exquisito cuidado la maleta de madera forrada que tenía hecha desde hacía una semana. No necesitó abrirla para comprobar por última vez su contenido ya que lo venía haciendo mentalmente cientos de veces en los últimos días. Luego se lió la vieja bufanda que le legara el abuelo antes de morir y se calzó los mismos guantes raídos de sus últimos inviernos adolescentes. Al pasar junto a la alcoba de sus padres le llegó el calor de los cuerpos junto al rancio olor a sudor y restos del alcohol que padre acostumbraba a ingerir. Pudo reconocer el leve ronquido de su madre antes de que abriese la puerta con sumo cuidado. Aquel fue el último sonido que se llevaría de aquella casa.
Mientras atravesaba la aldea dormida, de su boca, un surtidor de vaho le iba coronando la frente a cada paso que daba. Un gato pasó fugazmente por su lado para desaparecer al instante en el interior de los huertos de cerezos ya en flor que pespunteaban la linde del camino de la estación. Le gustaba aquella hora en que, por un momento, se podía sentir dueño y señor de un mundo ausente de vida por la confiada indolencia de los durmientes. Ya apuntaba el velo rosado que anuncia la inminente irrupción en el mundo de los primeros rayos de sol cuando se apostó en el centro del andén, muy erguido, maleta en mano y la mirada fija en un punto lejano, a su derecha, esperando ver aparecer el tren que le habría de llevar a ese lugar en el que se convertiría, inevitablemente, en todo un hombre.
No hace tanto de esto eh? o si? que recuerdos!
ResponderEliminarSimplemente wow, conmueves maestro, simplemente mágico
ResponderEliminarun besote.
Los caminos que llevan hacia nuevas vivencias que experimentar siempre merecen la pena ser emprendidos. Beso!
ResponderEliminarLo malo Man, es que antes para hacerlo bastaban los quince añitos; puede que ahora...ni con cincuenta!
ResponderEliminarA vuestros pies chicas!