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Habían
pasado horas desde el momento en que perdió de vista el Bosque del
Auxilio. Y, aunque hubiese avanzado apenas unos metros, el bosque
debe desaparecer cuando alguien entra o sale de él.
Ahora,
Navir caminaba entre el trigo hacia el norte. Allí, según
recordaba, se encontraba la ciudad de Tháramos, capital y metrópoli
de la comarca de Noiblar. Sus murallas nunca habían sido penetradas,
y su ejército de diez mil hombres no había perdido ni una sola
batalla. Había oído hablar de un mago, el único que quedaba ya de
tiempos pasados cuando eran considerados eruditos y símbolos de
sabieza. Él era conocido como el mago de los cuerpos astrales.
Existía
el rumor de que ese mago había sido el único en dominar la fórmula
del control del tiempo durante la Guerra de los Cincuenta Años, cosa
que podía cambiar el rumbo de una batalla, haciendo así que las más
férreas coaliciones fueran destruidas en pocos días.
Navir
buscaba ese poder, porque buscaba la paz interior, pero también
ansiaba la venganza, hacer justicia. Seguía su propio camino, pero
no sabía si éste le llevaría a la perdición. Llevaba una hora
caminando entre el trigo, pensando en lo que le aguardaba en
Tháramos, cuando vio tras un cerro una intensa y oscura humareda.
Recordó, al instante, que allí se situaba Inadh, su pueblo natal.
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Corría
como nunca lo había hecho deshaciéndose violentamente del trigo que
le impedía el paso, con la respiración entrecortada y lágrimas en
ambas mejillas. Cuando pudo ver, en el punto más alto y cercano del
camino a través de la montaña, una imagen de Inadh tras su exilio,
no pudo hacer más que gemir de tristeza.
El
pueblo había sido devorado por las llamas y reducido a cenizas; sólo
un par de casas se mantenían en pie, las demás, no eran más que
ruinas. Sus habitantes habían muerto, su familia, sus amigos... no
los volvería a ver.
Bajó
y rescató todos y cada uno de los cadáveres de ser quemados, y,
bajo el sol del mediodía, entre cenizas, comenzó a cavar tumbas
para cada una de aquellas personas. A pocos metros, había una verde
llanura: cuando el sol de agosto ya caía, treinta tumbas habían
sido cavadas allí. Pero el gran rojo caía más y más, dando paso
a una peligrosa noche. Eran muchas las criaturas salvajes que
pululaban por las cercanías del pueblo en la noche, algunas olían
carne a kilómetros, otras, eran esa carne.
Navir
recibía la última luz del día de una melancólica puesta de sol,
anaranjado y en limpio cielo, mientras enterraba todos esos
cadáveres. Más tarde, cuando una luna llena, radiante y bella, ya
inundaba el cielo sin dejar ver las estrellas, había enterrado los
treinta cuerpos. Pero sus almas no estaban allí, sino que habían
sido destruidas.
No
rezó por ellos: no creía en ningún dios, él creía en el amor y
en el poder del saber.
Debía
dormir. Una de las casas aún tenía paredes y techo, así que entró,
se acomodó en el sucio y vacío suelo, y cerró sus ojos.
Primero que todo, que gran alegría me produce volver a leerte, te felicito maravillosas descripciones y una gran historia, un besote enorme...
ResponderEliminarMe alegro de leerte de nuevo, siempre brillante.
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