Mario apoya inerme la cabeza sobre la pequeña mesa forrada de formica de la cocina. El silencio, dentro de la humilde vivienda, campa a sus anchas y un mecánico tic tac parece ir marcándole el ritmo al errático vaivén que traza una mosca en el tibio aire primaveral. El hombre, de edad avanzada y amante de los gatos, dada la imposibilidad de criarlos bajo su techo, ha ido alimentando, a lo largo de los años, a una ávida e insaciable familia de mininos que no ha dejado de crecer y reproducirse a expensas de la bolsita con pienso que, cada mañana, suele arrojarles desde su balcón. Los gatos, sabedores de tan suculenta costumbre, se arraciman sobre la baranda de la terraza para otear el lugar desde donde reciben el diario e imprescindible maná. Mario está solo en el mundo: no tuvo hijos; su mujer falleció hace mucho y sus pocos amigos han ido perdiendo bien la vida, bien la cabeza, con la edad.
No ha pasado ni una semana desde que el médico le recomendase vigilar esos mareos que le venían dando de un tiempo a esta parte y que procurase dejar el tabaco y caminar algo. Mario jamás lo escuchó; entre sus muchas cualidades no se encontraba precisamente la de atender a aquello que se relacionase con su propia salud.
Esta mañana, los gatos se agitan inquietos sobre el borde de la terraza. De alguna forma saben que la hora del alimento hace rato que ha pasado. Algunos se rascan indolentes, tumbados al sol de abril. Otros se han empezado a retirar con el rabo entre las patas, buscando un poco de sombra. En la cocina de Mario, la mosca se empeña tozuda en estrellarse una y otra vez contra el sucio cristal de la ventana. El incombustible tic tac del reloj de pared barato marca el paso del tiempo, un proceso que ya no cuenta para el hombre cuya cabeza reposa sobre la pequeña mesa forrada de formica de la cocina.
Aún habrán de transcurrir un par de días antes de que alguien lo eche de menos y descubra su cadáver.
Bravo maestro, te luces, pobres gatitos que quedaran sin que nadie los alimente.
ResponderEliminarPor el otro, según mi fe nada que sufrir ya esta bien, lastima por los vecinos.
Un gran escrito sin duda.
La muerte, siempre pillándonos desprevenidos...
ResponderEliminarGracias, amigas. Ese hombre existe y está vivo y coleando y tiene su casa bajo la mía. ignoro su nombre real pero es un anciano que vive con su mujer y lanza a diario una bolsa de pienso a un ejército de gatos totalmente albinos que no dejan de reproducirse como conejos a sus expensas en la terraza que hay frente a nosotros. El resto es inventado ;-) Pretendía hacer un guiño a esa agria compañera inevitable: la soledad
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