Era poco más de las ocho de la tarde de un invierno de 1989. El frío se apoderaba de aquellas humildes tierras de San Cristóbal y el abuelo Martín se hallaba, mientras esperaba que las patatas terminaran de cocerse, sentado en una de las sillas de la cocina. Desolado y retirado, sostenía una botella de vino tinto, de la cual iba dando pequeños e inseguros tragos. Encima de la mesa, de forma alargada, tenía repartidas varias montañas de picadura listas para ser liadas. Fue una costumbre que heredó de su padre; cuando era pequeño, se sentaba en la mesa junto a su padre y con esmero, observaba aquel acto, que de un modo u otro, representaba uno de los recuerdos más dulces de su infancia. Una vez liados los cigarrillos, los guardaba en una pequeña caja metálica que antes usaba su mujer para guardar los utensilios de costura.
Humedeció los labios con otro sorbo de vino y rompió a llorar, mientras la ventana daba tumbos ante el soplido del fuerte viento de ponente. Se levantó de la mesa entre lágrimas, y ante el sonido del agua hirviente desbordándose de la olla, apagó el fuego. Después cogió un tenedor y, dando otro sorbo de la botella, pinchó una de las patatas y la puso en el plato. Lo siguió haciendo hasta tener todas las patatas en el plato. Después regresó a la mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla entre crujidos de espalda. Se quitó las últimas lágrimas que se deslizaban por su rostro y empezó a comer, solo y resentido, con el rugido de la fuerte tormenta asolando aquellos campos. Así fueron las noches del abuelo Martin hasta que decidió colgarse, una mañana de invierno de 1989.
Humedeció los labios con otro sorbo de vino y rompió a llorar, mientras la ventana daba tumbos ante el soplido del fuerte viento de ponente. Se levantó de la mesa entre lágrimas, y ante el sonido del agua hirviente desbordándose de la olla, apagó el fuego. Después cogió un tenedor y, dando otro sorbo de la botella, pinchó una de las patatas y la puso en el plato. Lo siguió haciendo hasta tener todas las patatas en el plato. Después regresó a la mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla entre crujidos de espalda. Se quitó las últimas lágrimas que se deslizaban por su rostro y empezó a comer, solo y resentido, con el rugido de la fuerte tormenta asolando aquellos campos. Así fueron las noches del abuelo Martin hasta que decidió colgarse, una mañana de invierno de 1989.
Muy bueno. Me ha llegado.
ResponderEliminarVas coronándote como uno de los mejores. Bravo!
ResponderEliminarImpresionante historia, decir que me emocionas es poco.
ResponderEliminarMis felicitaciones Dundee, un besote.
Gracias compañeros, un placer!
ResponderEliminarTan triste, tan real. Me erizaste el vello.
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