La llegada de la Nochebuena a casa de la familia Di Pace supuso siempre todo un despliegue de medios acorde con semejante acontecimiento, pues hablamos de un clan bastante obcecado con hacer alarde de la inmensa riqueza que llevan acumulando desde hace años atrás gracias a los beneficios que les aporta su cadena de restaurantes de lujo. No faltaban en tal evento ni el mantel de algodón que vestía la mesa señorial que, inerte, reinaba en medio del salón principal; ni la vajilla de porcelana adornada con filo de oro; ni la cubertería de plata con más servicios por persona que los que se disponen en la cena de gala de los Oscar, ni, por supuesto, el sugerente y costoso vestido de fiesta de doña Isabella Di Pace, (matriarca de la familia), de color rojo carmesí.
Doña Isabella, dama de alta alcurnia donde las haya, gustaba siempre de llamar la atención con modelitos que, lejos de pertenecer a toda una señorita casada recatada y sosa, delineaban a la perfección su silueta (regalo, todo hay que decirlo, de la más excelente genética), y se ceñían a su cuerpo como un guante a la mano de un cirujano. Y aquel vestido con escote palabra de honor, no sería menos. Esto era algo que a su marido, don Carlo Di Pace, le traía sin cuidado pues de sobra sabía que su adorada esposa prefería vivir con la ausencia de las relaciones carnales (con quienquiera que fuese) que con la falta de todos los lujos que la colmaban por aquél entonces. Y como en toda familia rica compuesta por una esposa caza-fortunas y un marido “que se deja cazar” que se precie, había un primogénito, el señorito Elio; señorito por llamarlo de algún modo pues, cualquier persona con buen ojo, vería que él era ya casi un hombre con la mayoría de edad cumplida y de muy buen ver, por cierto.
Elio Di Pace poseía la deslumbrante belleza de quien ha hecho un pacto con el anti-cristo algo que no hacía si no acrecentar los diversos rumores que circulaban por la hermosa Venecia sobre el extraño hecho de que el joven no tuviera ni hubiera tenido novia alguna conocida. Era además un hombre inteligente, leído y, como no, exquisitamente educado.
Todo parecía idílico en aquella familia, pero dejó de serlo aquella amarga Nochebuena de 1984. El clan al completo (con suegros, abuelos, primos, tíos, cuñados…) se disponía a dar buena cuenta de una copiosa comida navideña cuando se percataron de que el joven Elio aún no había regresado de su, ya por todos conocido, paseo de última hora por los jardines de la mansión. Viendo que transcurridos los cinco minutos de cortesía que en estos casos se suelen conceder el primogénito no aparecía, su padre, en un brillante gesto por quitar algo de trabajo a la prole de sirvientes y mayordomos que por doquier se repartían, decidió ir él mismo a buscarlo. Ataviado con nada más que un pantalón de vestir, zapatos de piel y un valioso suéter de lana salió al encuentro de su único hijo.
Mientras caminaba por un breve sendero de adoquines que conducía de la puerta principal a la verja exterior, mirando a uno y otro lado, pudo divisar a su joven hijo plantado frente a unos arbustos que lo cubrían hasta poco más arriba de la cintura. A medida que se acercaba, don Carlo observaba una extraña mueca de satisfacción en el rostro hermoso de su descendiente, para la cual no hubiera encontrado explicación aparente si no hubiera visto lo que en ese momento divisó.
Otro joven, con pinta de “plebeyo” se situaba a los pies de Elio, de rodillas, cometiendo lo que para don Carlo era el acto más asqueroso y repudiable que un hombre puede cometer. Propinándole un soberana patada en el costado al joven que realizaba dicha faena y tomando por el pescuezo a su joven hijo, se dirigió de nuevo al interior de la mansión, con pasos agigantados, la ira en la mirada y haciendo caso omiso a los ruegos y súplicas de Elio porque lo soltara. Una vez dentro de la mansión, arrastróle delante de todo el público allí congregado y, dejándole tirado en el suelo, se encaminó hacia la vitrina donde guardaba su escopeta de caza. Regresando con ella en la mano tras haberla cargado convenientemente y al grito de “cerdo malnacido” apuntó el cañón hacia la cabeza de Elio donde dejó caer, ni más ni menos, que cuatro tiros certeros que sesgaron así la corta vida del miembro más joven de la familia Di Pace.
Nadie gritó, nadie se atrevió siquiera a respirar, tan sólo la deslumbrante doña Isabella, con toda la máscara de pestañas embadurnando su sereno rostro, sollozaba sin control arrodillada en un enorme charco que teñía las delicadas losas de un intenso rojo carmesí.
Has vuelto a dejarme sin respiración. Que derroche!
ResponderEliminarFue con aciertos como éste que te fuiste encumbrando, poco a poco y sin ruido hasta el Olimpo donde aún, merecidamente permaneces, pequeña diosa.
ResponderEliminarMujer maravilloso escrito...
ResponderEliminarpero mataste al mas prometedor candidato a segundo marido que haya visto... tienes mas italianos millonarios guardados por ahí?? jeje
besitos.
Desde el Olimpo os veo brillar, queridas luces...
ResponderEliminarTrys, aunque hubiera seguido vivo no habría servido de nada... Jajajajajajajajaja
Impecable, fascinante, sólido como una roca, bravissimo. No sólo engancha sino que inspira, me ha dejado con la extraña la sensación de que te debo una, que cosa más rara XD
ResponderEliminarJajaja mujer, perdona la fe que me tengo, mi talento no esta en las letras, pero no conozco al hombre que me pueda decir que no... jeje
ResponderEliminarEn todo caso no soy razista da lo mismo si conoces a un millonario que sea de otra nacionalidad jajaja es que no me gusta ser superficial.
Muack
Lo que sea que me debas Judah, será bienvenido!!
ResponderEliminarTrys, que no, que a este no le gustan las chicas!! XDDD
Jajaja dejemos esto en que está muerto, pero conoces mi opinión sobre estas adorables criaturas que nos acompañan en la tierra :-P
ResponderEliminarLady no tientes a Judah, que nos conocemos! Lánzate!! jajajajaja
ResponderEliminarDundee que no, que soy tímida!! Mal pensado... XDDD
ResponderEliminarMagistral. Un placer leerte.
ResponderEliminar