Sonó el timbre. Enrique temblaba
y gemía de terror. El pomo de la puerta se movía, como si alguien desde el otro
lado quisiera abrirla. No se inmutó, pero la televisión sí pareció reaccionar.
West Side Story volvía a lucir una escena, al parecer, desconocida por él. Era
la única iluminación en toda la casa. El pomo seguía moviéndose. Se fijó en el
televisor, y vio que Se trataba de un hombre y una mujer en su casa. Les sonó
el timbre.
-Charles,
¿no abres la puerta? –decía la señora.
-No
esperábamos a nadie ahora. ¿Quién será? –respondió el caballero.
-Por
favor, abre esa puerta, cariño –insistía su mujer.
Enrique,
expectante, observaba detenidamente la televisión desde el pasillo. El trajeado
protagonista se dirigió a la puerta y la abrió. Y dijo:
-¡Nadie!
Debe haber sido una broma.
Enrique
giró su cabeza. La puerta al exterior de su casa se había abierto sin hacer
ruido, y, desde fuera, un rastro de barro se perdía en las escaleras hacia el
sótano. No hacía ni pizca de calor, pero el sudor caía como a chorros de su
frente. Y, de nuevo, el tímido silencio. Eran las cuatro menos cuarto de la
madrugada y algo o alguien había entrado en casa de Manrique.
La
oscuridad lo acechaba desde todos los rincones de su hogar. Ese televisor de
veinte pulgadas parecía haberse apagado por sí solo, pero Enrique lo vigilaba.
No se atrevía a moverse de allí, no tenía las agallas de enfrentarse en un mano
a mano con el intruso, así que permaneció sentado en su sofá sin intención de
mover un músculo hasta el amanecer. Pero aún era de noche, y el suelo vibraba.
Aunque él no bajaría al sótano nunca más.
El
televisor permanecía apagado, pero el hombre pálido le observaba al otro lado
de la ventana de su comedor. En cuanto se percató de ello, salió corriendo y se
encerró en su lavabo, como acto reflejo. Se metió en la bañera, entre la
insistente e irremediable oscuridad. No era la opción más inteligente, pero su
extremo temor lo llevó a ello. Abrazado a sí mismo, se dio cuenta entonces de
que el hombre pálido también le observaba desde el espejo.
Esta
vez no corrió. No quería llamar la atención de lo que fuera que hubiese en el
sótano, de manera que caminó con pies de plomo hacia la planta superior en
busca de un quinqué. Ese rostro le observaba desde todas partes. Y una vez
tomado el quinqué, se dio cuenta de que su sombra no era suya. Estaba ahí, pero
era más flaca y alta, casi geométrica. Era el hombre pálido. Y la sombra caminó
hacia abajo. Hacia el sótano.
Enrique
creía haber perdido el juicio, pero no era así: la sombra del hombre pálido
caminó hacia el sótano y se deshizo en el punto donde la luz y la oscuridad se
besaban. Él pensó que si no bajaba allí pronto, algo malo iba a suceder. Pero
temía que algo peor sucediese si lo hacía, porque era consciente de que en ese
lúgubre y sombrío sótano se escondía algo, y el mero hecho de no saber de qué
se trataba le provocaba tanto pánico que ya no se atrevía a caminar por su
propia casa. Se limitó durante un minuto a mirar al suelo y, entonces, caminó
hacia abajo. No levantó la mirada; no quería encontrarse con esos ojos
vidriosos tras las ventanas de su hogar. Entre paso y paso había dos segundos
de tiempo, y cuanto menos inseguramente pisaba la madera, más chirriaba.
Bajó
las escaleras con una cautela extrema. Si bien parecía que la luna no se había
movido ni un solo centímetro desde las tres de la madrugada, para Enrique no
volvería a moverse durante el resto de sus días de vida. Enrique se encontraba
a dos metros frente a la puerta abierta de su sótano. No oía nada, y eso le
provocaba un sudor frío y severas dificultades en la respiración. Procuraba
controlar el tembleque, pero era imposible. No tenía más luz que la iluminación
lunar, apenas perceptible, y la de su quinqué. Situado enfrente de esa puerta,
tenía a su derecha el comedor y, detrás suya, la puerta al exterior. Pero
intentar huir no se le pasaba por la cabeza. No sería capaz de no ser atrapado
en una persecución. Pensó en su automóvil, pero tampoco se atrevía. Quizá su
enemigo le esperaba en el garaje, o tendría que enfrentarse a una nueva
sensación de pavor intenso.
Mientras
indagaba entre las posibles resoluciones a una situación que carecía de ellas,
esa televisión infernal volvió a encenderse. Enrique tardó en girar la cabeza
para mirar qué pasaba dentro de esa pantalla. Ya no creía que eso fuera West
Side Story. Eso era una aberración perteneciente a un universo paralelo, desde
el cual conspiraban contra él. En la pantalla podía verse a la misma pareja de
antes subiéndose a un coche aparcado en la carretera. El hombre entró primero.
-¡Cariño,
si no te das prisa llegaremos tarde! –se quitó el sombrero y cerró la puerta
del automóvil.
-¡Ya
voy! Ya sabes, Charles, que no me perdería este estreno por nada del mundo –contestó
apresuradamente la mujer. Salió de su casa y entró como copiloto -. Arranca,
vamos. La cámara enfocaba un primer plano de ambos asientos delanteros. Charles
veía a su mujer algo incómoda y agitada,
así que quiso saber qué sucedía.
-Pero
bueno, ¿qué pasa?
-Está
muy oscuro. Llevamos varias calles y no hay ni una farola encendida, ni una casa
con las luces encendidas. Solamente son las nueve de la noche, no debería ser
así.
-Tranquilízate
mujer, será un apagón general, que con los nervios es normal no darse cuenta.
-No,
no es posible. Algo así hace ruido, la gente hace ruido, hay movimiento. Pero
hay demasiado silencio desde hace varios minutos. No es normal, Charles…
-Está
bien, en un par de manzanas nos encontraremos con el teatro. Tranquilízate, aquí no pasa nada.
Pero
era cierto. No había más luz que la de los faros del coche ni más sonido que el
de sus propias voces y el motor. Charles se percató de ello, pero no perdió las
formas.
***
Venga va, la próxima ya va la buena y lo termino.
Vaya, sin duda estoy ansiosa por conocer el final de esta historia, en ambos paralelos (los de la televisión y de enrique) Excelente relato y la tematica del suspenso es una de mis favoritas. Espero el siguiente:)
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