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miércoles, 7 de marzo de 2012

El último de la familia


                Nunca es demasiado tarde ni demasiado pronto para tomarse un descanso. Al menos, eso pensó Enrique mientras se peleaba con esa montaña de papeles: era su oficio, ¿cómo desecharlo? Si tomase al menos un día de vacaciones, su ritmo de trabajo se vería afectado, con ello recibiría documentos a revisar retrasados. ¿No hay nadie más que pueda hacer esa maldita faena?, se repetía una y otra vez. Era el “chico responsable”, y todo se lo acarreaban a él. Sólo podía disfrutar tomando uno de sus comunes aperitivos, ese placer periódico que nadie sería capaz de arrebatarle.

                Era de noche y la única luz encendida en su solitaria casa era la de su despacho. No iluminaba demasiado, pero le bastaba. Tenía hambre y empezó a marearse de cansancio. Dispuesto, colocó la pluma en su sitio y se levantó ruidosamente. Nadie le oiría en un radio de dos kilómetros a la redonda, pero la necesidad de manifestar su breve descanso era inevitable. Solía autocomplacerse así, como si dentro de él hubiera un segundo “yo” dándole su aprobación en todo momento. También tocaba el piano… pero ya no tenía tiempo de eso. Más joven, le enamoraban las piezas de Chopin. Ojalá tuviera alguien ahora con quien compartirlas.

                La casa en la que vivía era muy singular, quizá demasiado. Apenas una estrecha e improvisada carretera conectaba su vivienda con el pueblo más cercano, el cual visitaba una vez al mes para provisionarse. Había levantado una residencia de dos pisos más sótano con el dinero heredado de toda su familia. Al parecer, una extraña enfermedad se los había llevado a todos, pero, curiosos son los genes que Enrique no recibió de sus padres. Vivía en la ciudad, pero ver a toda esa gente feliz con sus familias le entristecía, así que buscó estar solo. ¿De qué otra manera podría sentirse “normal”?

                Vista desde cualquier lado, se distinguía una casa acogedora y clásica. El estilo de las lámparas y tapizados recordaban a las antiguas mansiones de los nobles. A él le gustaba así. Las ventanas se situaron de forma inteligente a fin de recibir la máxima iluminación exterior. Pero ahora no existía esa iluminación. Era de noche, estaba oscuro, y Enrique se había levantado de su silla para bajar a la cocina y hacerse un aperitivo.  A las tres de la madrugada solía tener apetito.

                El silencio era extraño. Cada noche durante los cinco años que llevaba habitando esa casa se podía oír desde fuera el cantar de los grillos, o, como mínimo, un leve aunque frío susurro del viento. Aquella noche, podría decirse que existía un silencio tan sepulcral que ni siquiera sus pasos o su respiración era capaz de tranquilizarle: pues no era tranquilidad sino tensión lo que ahora dominaba aquel lugar. Enrique se percató de ello cuando dejó de oír ese silbido que su ventana del desván hacía por la noche, y eso lo aterrorizó. ¿Qué podría haber causado tal anomalía?, se preguntaba, entrando ya en la cocina.

                Le pasó por la cabeza que esa cantidad de trabajo le estaba afectando seriamente a sus sentidos, así que se concentró en cocinar algo y, seguidamente, acostarse, tal y como llevaba haciendo esos cinco últimos años. Pulsó el interruptor de la luz de la cocina. En una fracción de segundo, la bombilla se encendió para explotar y reducirse a un sinfín de diminutos cristales esparcidos por el suelo de madera. Enrique se asustó, pero no salió corriendo. Podía recibir iluminación de fuera, pues como decía, las ventanas estaban muy bien situadas y la luz de la luna penetraba por ellas. Se quedó inmóvil durante unos segundos y, visto lo visto, se vio obligado a dar media vuelta e irse a dormir.

                Había otra ventana en el piso de arriba, de donde él acababa de bajar, situada para iluminar las escaleras hacia abajo. Cuando las volvió a subir dirigiéndose a su cuarto, le pareció ver una figura negra pasar fugazmente por fuera, como una persona corriendo. Imposible, se repetía en su cabeza, perplejo, no hay ningún balcón al otro lado. Era una persona madura y había estudiado la psicología, así que insistió en descansar.

                Una vez en su cuarto, ni siquiera se molestó en encender la luz. Algo dentro de él le impedía hacerlo. Esa parte del ser humano que desmiente a la otra, nuestro segundo “yo”, nuestro subconsciente. Sencillamente, introdujo sus piernas bajo la sábana y se arropó ligeramente con ella. Ese silencio de nuevo. Aún con la mente en blanco, el incesante y terrorífico silencio se apoderaba de su hogar. Eran las tres y cuarto de la madrugada y faltaban tres horas aún para que el sol saliera. ¿Podría dormir hasta entonces? Lo intentó, pero algo se lo impedía. Así que abrió los ojos.

                Desde su cama, otra ventana le ofrecía una vista del exterior. Esa figura volvió a aparecer. Esta vez, apareció más lentamente, como deambulando. No lo podía creer. De todas formas, ya le habían hecho alguna que otra broma parecida alguna vez en su vida. Estaba preparado. Se levantó de la cama y encendió un quinqué por no usar la electricidad. Debía subir al desván.

                En su mente predominaba el uso de la lógica. Así, si en el tejado hubiera una tela negra y una cuerda, sabría que alguien se estaba divirtiendo y no tendría más que llamar a la policía. Ya en el desván, se encontró con que esa ventana que nunca había cerrado estaba ahora cerrada. Por alguna razón, se sentía tranquilo si esta ventana permanecía abierta: pero algo o alguien la había cerrado. Sin más dilación, la volvió a abrir y tomó las escaleras hacia el tejado. Allí arriba no había nada ni nadie. Extrañado una vez más, volvió a bajar, y en el desván había una ventana cerrada otra vez.

                ¿Cómo podía ser? No había oído nada. De hecho, el silencio seguía reconcomiéndole. Enrique estaba aterrado, pero en su mente surgió una idea. Se dispuso entusiasmadamente a abrir todas y cada una de las ventanas de su casa y a encender todos y cada uno de los aparatos eléctricos de los que disponía. No tardó más de diez minutos. Estaba preparado para combatir aquello que atentaba contra él. Una vez hecho, se sentó enfrente de su televisor, también encendido, y se tranquilizó al ver que daban West Side Story. Pero algo no le cuadraba.

                Un extraño personaje apareció en la película: él no lo recordaba, reconocía a la perfección el resto del reparto y había visto ese musical en contadas ocasiones. Era un personaje de ropaje oscuro y siniestro, con la cara tapada. Cuando se la destapó, el resto de intérpretes cayeron, como muertos instantáneamente, al suelo.  Y cuando pareció mirar a la cámara, todo estalló.

                Todas las ventanas se cerraron al mismo tiempo que, a su alrededor, todas las bombillas y el conjunto de electrodomésticos, ordenadores y demás, estallaban. Había ocurrido en una fracción de segundo. Pero la televisión permaneció encendida, y el tenebroso personaje ya no miraba a la cámara, sino que a él.

                Y su rostro era casi demoníaco: pálido y cicatrizado por toda la cara, con una mirada asesina fijada en Enrique. La televisión emitía, de fondo, un sonido semejante al motor de un camión en marcha acercándose a millas de distancia. Cada vez más fuerte. En un momento dado, el lúgubre personaje habló para decir: “Está viniendo. Está viniendo”, con una voz grave y distorsionada, cuando ese sonido empezaba a parecer casi real. Lo repetía una y otra vez, y cuanto más fuerte era el sonido, más rápido pronunciaba esas palabras. “Está viniendo. Está viniendo”. Enrique estaba perplejo y no se atrevía a mover un músculo.

                Sin previo aviso, cesó. Él se armó de valor y se acercó lentamente a mirar por la ventana. Se sentía estúpido aunque aterrado. No veía nada, pero sí oyó el monótono y lejano estruendo de una pesada cadena restregándose por la tierra. Enrique tenía el corazón en un puño, e hizo lo imposible por despertar de esa pesadilla. No era posible, pues ya estaba despierto.

                Sonó el timbre. Enrique temblaba y gemía de terror. El pomo de la puerta se movía, como si alguien desde el otro lado quisiera abrirla. No se inmutó, pero la televisión sí pareció reaccionar. West Side Story volvía a lucir una escena, al parecer, desconocida por él. Era la única iluminación en toda la casa. El pomo seguía moviéndose.

***

Este no es el desenlace, tranquilos, hay más.

2 comentarios:

  1. Parece que hoy fue el día elegido por los hijos prodigos para volver... Me encanta leerte, mas en un relato tan intenso...
    Un abrazo gigante, y un besote.

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  2. Esto es perfecto para antes de irme a dormir. Gracias!!! :D

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