“Los alguaciles eran los representantes del Ayuntamiento de día, como eran los serenos los representantes durante la noche. Eran la autoridad ante todo el mundo. Los serenos de hace sesenta años eran los guardianes de la noche, los relojes hablados y los meteorólogos de entonces. Al menos eran los encargados de decir a gritos el estado del tiempo durante el recorrido que hacían por las calles del pueblo y de dar la hora. Se reunían en un cuartelillo en la plaza del Ayuntamiento y allí se guardaban del frío, en invierno, calentándose en un mal brasero o estufa mientras no estaban de "ronda", dando la hora y vigilando la paz del pueblo. Cada hora, salían los tres o cuatro serenos que había, con su inseparable farolillo, a cantar la hora y decir el estado del tiempo. "Las doce en punto y sereno". Esto quería decir que eran las doce de la noche y que no había nubes. "Las tres y media y nublado" significaba que era esa hora, más o menos y que había nubes en el cielo. "Las dos y cuarto y lloviendo" indicaba la hora y la lluvia, que los labradores estarían esperando, a lo mejor, con unas ganas que no les dejaba dormir tranquilos. Los labradores serían, pienso yo, los que más atentos estaban a la ronda de los serenos y a lo que decían del tiempo. Antes de dormirse de nuevo, sabían más o menos, lo que iba a hacer al día siguiente y hasta decidían lo que iban a hacer mañana: binar el barbecho de tal tierra, echar mineral en tal otra, aricar o arrastrar el trigo que apuntaba entre los terrones, y muchas otras cosas.”
Pues bien, el otro día, mi abuela, me contó, con un entusiasmo inigualable, una historieta sobre uno de los serenos que deambulaban, y perdón por la palabra, por el pueblo de C.M. a principios del siglo XX. Se llamaba David, aunque era conocido con el sobrenombre de “Manubrio en la calma”. Ahí queda eso. En fin, vamos a ello.
***
─¡Son las tres y media!─gritó David, mientras se agachaba para recoger un pétalo que ondeaba en el suelo─¡Sereno seré yoooo..!─prolongó después, poniendo voz ronca y encogiendo el cuello. Luego de mirar a lo lejos y de asegurarse de que aquella sombra no era más que el oscuro reflejo de una farola sin luz bajo la luna, se colocó el pétalo entre la patilla y la oreja y giró la esquina de la calle Degollador, en dirección al puerto.
De camino se topó con un gato, que le miraba desafiante desde el antepecho de una de las ventanas de la calle. Se detuvo, y con precaución, intentó acariciarlo inútilmente. El gato echó a correr calle abajo. David volvió a quedarse solo y en completo silencio, bajo la luz ténue de las farolas. Un silencio inquietante solía acompañar siempre al sereno durante sus trayectos, y más en la época del año en la que se hallaban. Era invierno, y en invierno rara vez se advertía peligro en C.M., pues no había turismo como el del verano y los maleantes se aguardaban hasta entonces para no ser vistos por el pueblo a ojos cualquiera que los reconociera. En el pueblo los maleantes estaban todos fichados y nunca se atrevían a salir, hasta que llegado al verano, partían a por nuevas víctimas. Por ello, los serenos se aburrían como el que más en estas fechas, y la gente que de sus casas los veían pasar les animaban diciéndoles; “Dios te aguarde de todos los males”, otros más incordiosos les decían;”Gracias tendríais que dar al Señor por tanta calma”. Pero no era el caso de David. A David le gustaba sentirse importante, ser reconocido como tal. Ser el tema de parloteo del día siguiente. Pero esto no sucedía desde hacía meses, y Manolo empezaba a corromperse. Las calles desoladas le creaban una sensación de soledad que casi era un lamento, y cada paso que iba dando le parecía más pesado que el anterior.
La noche seguía siendo húmeda y fría, y en el ambiente apenas se escuchaba el soplido del viento, aunque a medida que iba avanzando hacía el puerto el viento fresco del mar le impactaba débilmente en el rostro, y en cierto modo, eso le reavivaba.
Cuando llegó al puerto, bajó por la escalera que da al costado este de la bahía y se deslizó por el camino rocoso hasta llegar al bar Tritón, hogar de pescadores, donde se reunían poco antes de salir a pescar. El sereno se sentó en una de las mesas del fondo, depositó el farolillo encima de la mesa y pidió un café solo y una pasta. Luego, apoyando la cabeza en las manos, se preguntó por qué seguía trabajando de sereno, y qué pasaría si lo dejara.
Pues que se extinguirían, supongo...
ResponderEliminarBravíssimo señor Shore!
Muy bien trabajo, pero parece ser placer personal tuyo el dejarme con gusto a poco y suplicando por mas...
ResponderEliminarMe encanta. Un besote.