Nunca
es demasiado tarde ni demasiado pronto para tomarse un descanso. Al menos, eso
pensó Enrique mientras se peleaba con esa montaña de papeles: era su oficio,
¿cómo desecharlo? Si tomase al menos un día de vacaciones, su ritmo de trabajo
se vería afectado, con ello recibiría documentos a revisar retrasados. ¿No hay
nadie más que pueda hacer esa maldita faena?, se repetía una y otra vez. Era el
“chico responsable”, y todo se lo acarreaban a él. Sólo podía disfrutar tomando
uno de sus comunes aperitivos, ese placer periódico que nadie sería capaz de
arrebatarle.
Era
de noche y la única luz encendida en su solitaria casa era la de su despacho.
No iluminaba demasiado, pero le bastaba. Tenía hambre y empezó a marearse de
cansancio. Dispuesto, colocó la pluma en su sitio y se levantó ruidosamente.
Nadie le oiría en un radio de dos kilómetros a la redonda, pero la necesidad de
manifestar su breve descanso era inevitable. Solía autocomplacerse así, como si
dentro de él hubiera un segundo “yo” dándole su aprobación en todo momento.
También tocaba el piano… pero ya no tenía tiempo de eso. Más joven, le
enamoraban las piezas de Chopin. Ojalá tuviera alguien ahora con quien
compartirlas.
La
casa en la que vivía era muy singular, quizá demasiado. Apenas una estrecha e
improvisada carretera conectaba su vivienda con el pueblo más cercano, el cual
visitaba una vez al mes para provisionarse. Había levantado una residencia de
dos pisos más sótano con el dinero heredado de toda su familia. Al parecer, una
extraña enfermedad se los había llevado a todos, pero, curiosos son los genes
que Enrique no recibió de sus padres. Vivía en la ciudad, pero ver a toda esa
gente feliz con sus familias le entristecía, así que buscó estar solo. ¿De qué
otra manera podría sentirse “normal”?
Vista
desde cualquier lado, se distinguía una casa acogedora y clásica. El estilo de
las lámparas y tapizados recordaban a las antiguas mansiones de los nobles. A
él le gustaba así. Las ventanas se situaron de forma inteligente a fin de
recibir la máxima iluminación exterior. Pero ahora no existía esa iluminación.
Era de noche, estaba oscuro, y Enrique se había levantado de su silla para
bajar a la cocina y hacerse un aperitivo.
A las tres de la madrugada solía tener apetito.
El
silencio era extraño. Cada noche durante los cinco años que llevaba habitando
esa casa se podía oír desde fuera el cantar de los grillos, o, como mínimo, un
leve aunque frío susurro del viento. Aquella noche, podría decirse que existía
un silencio tan sepulcral que ni siquiera sus pasos o su respiración era capaz
de tranquilizarle: pues no era tranquilidad sino tensión lo que ahora dominaba
aquel lugar. Enrique se percató de ello cuando dejó de oír ese silbido que su
ventana del desván hacía por la noche, y eso lo aterrorizó. ¿Qué podría haber
causado tal anomalía?, se preguntaba, entrando ya en la cocina.
Le
pasó por la cabeza que esa cantidad de trabajo le estaba afectando seriamente a
sus sentidos, así que se concentró en cocinar algo y, seguidamente, acostarse,
tal y como llevaba haciendo esos cinco últimos años. Pulsó el interruptor de la
luz de la cocina. En una fracción de segundo, la bombilla se encendió para
explotar y reducirse a un sinfín de diminutos cristales esparcidos por el suelo
de madera. Enrique se asustó, pero no salió corriendo. Podía recibir
iluminación de fuera, pues como decía, las ventanas estaban muy bien situadas y
la luz de la luna penetraba por ellas. Se quedó inmóvil durante unos segundos
y, visto lo visto, se vio obligado a dar media vuelta e irse a dormir.
Había
otra ventana en el piso de arriba, de donde él acababa de bajar, situada para
iluminar las escaleras hacia abajo. Cuando las volvió a subir dirigiéndose a su
cuarto, le pareció ver una figura negra pasar fugazmente por fuera, como una
persona corriendo. Imposible, se repetía en su cabeza, perplejo, no hay ningún
balcón al otro lado. Era una persona madura y había estudiado la psicología,
así que insistió en descansar.
Una
vez en su cuarto, ni siquiera se molestó en encender la luz. Algo dentro de él
le impedía hacerlo. Esa parte del ser humano que desmiente a la otra, nuestro
segundo “yo”, nuestro subconsciente. Sencillamente, introdujo sus piernas bajo
la sábana y se arropó ligeramente con ella. Ese silencio de nuevo. Aún con la
mente en blanco, el incesante y terrorífico silencio se apoderaba de su hogar.
Eran las tres y cuarto de la madrugada y faltaban tres horas aún para que el
sol saliera. ¿Podría dormir hasta entonces? Lo intentó, pero algo se lo
impedía. Así que abrió los ojos.
Desde
su cama, otra ventana le ofrecía una vista del exterior. Esa figura volvió a
aparecer. Esta vez, apareció más lentamente, como deambulando. No lo podía creer.
De todas formas, ya le habían hecho alguna que otra broma parecida alguna vez
en su vida. Estaba preparado. Se levantó de la cama y encendió un quinqué por
no usar la electricidad. Debía subir al desván.
En
su mente predominaba el uso de la lógica. Así, si en el tejado hubiera una tela
negra y una cuerda, sabría que alguien se estaba divirtiendo y no tendría más
que llamar a la policía. Ya en el desván, se encontró con que esa ventana que
nunca había cerrado estaba ahora cerrada. Por alguna razón, se sentía tranquilo
si esta ventana permanecía abierta: pero algo o alguien la había cerrado. Sin
más dilación, la volvió a abrir y tomó las escaleras hacia el tejado. Allí
arriba no había nada ni nadie. Extrañado una vez más, volvió a bajar, y en el
desván había una ventana cerrada otra vez.
¿Cómo
podía ser? No había oído nada. De hecho, el silencio seguía reconcomiéndole.
Enrique estaba aterrado, pero en su mente surgió una idea. Se dispuso
entusiasmadamente a abrir todas y cada una de las ventanas de su casa y a
encender todos y cada uno de los aparatos eléctricos de los que disponía. No
tardó más de diez minutos. Estaba preparado para combatir aquello que atentaba
contra él. Una vez hecho, se sentó enfrente de su televisor, también encendido,
y se tranquilizó al ver que daban West Side Story. Pero algo no le cuadraba.
Un
extraño personaje apareció en la película: él no lo recordaba, reconocía a la
perfección el resto del reparto y había visto ese musical en contadas
ocasiones. Era un personaje de ropaje oscuro y siniestro, con la cara tapada.
Cuando se la destapó, el resto de intérpretes cayeron, como muertos
instantáneamente, al suelo. Y cuando
pareció mirar a la cámara, todo estalló.
Todas
las ventanas se cerraron al mismo tiempo que, a su alrededor, todas las
bombillas y el conjunto de electrodomésticos, ordenadores y demás, estallaban.
Había ocurrido en una fracción de segundo. Pero la televisión permaneció
encendida, y el tenebroso personaje ya no miraba a la cámara, sino que a él.
Y
su rostro era casi demoníaco: pálido y cicatrizado por toda la cara, con una
mirada asesina fijada en Enrique. La televisión emitía, de fondo, un sonido
semejante al motor de un camión en marcha acercándose a millas de distancia.
Cada vez más fuerte. En un momento dado, el lúgubre personaje habló para decir:
“Está viniendo. Está viniendo”, con una voz grave y distorsionada, cuando ese
sonido empezaba a parecer casi real. Lo repetía una y otra vez, y cuanto más
fuerte era el sonido, más rápido pronunciaba esas palabras. “Está viniendo.
Está viniendo”. Enrique estaba perplejo y no se atrevía a mover un músculo.
Sin
previo aviso, cesó. Él se armó de valor y se acercó lentamente a mirar por la
ventana. Se sentía estúpido aunque aterrado. No veía nada, pero sí oyó el
monótono y lejano estruendo de una pesada cadena restregándose por la tierra.
Enrique tenía el corazón en un puño, e hizo lo imposible por despertar de esa
pesadilla. No era posible, pues ya estaba despierto.
Sonó
el timbre. Enrique temblaba y gemía de terror. El pomo de la puerta se movía,
como si alguien desde el otro lado quisiera abrirla. No se inmutó, pero la
televisión sí pareció reaccionar. West Side Story volvía a lucir una escena, al
parecer, desconocida por él. Era la única iluminación en toda la casa. El pomo
seguía moviéndose.
***
Este no es el desenlace, tranquilos, hay más.
Parece que hoy fue el día elegido por los hijos prodigos para volver... Me encanta leerte, mas en un relato tan intenso...
ResponderEliminarUn abrazo gigante, y un besote.
Esto es perfecto para antes de irme a dormir. Gracias!!! :D
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