El Señor Tortuga y su otra vida
El Goba había llegado, y sentado sobre una roca contemplaba mi estupor, soltando risitas de vez en cuando. Ante mí, bañado por la luz de la luna, jadeaba el hombre con ojos de lobo. El bosque cantaba, lleno de vida. No podía comprender por qué estaba tan seguro de que me estaba viendo a mí mismo. El envoltorio era otro, amén de que era algo imposible, pero aún así no conseguía dudar de ello. Estábamos tan cerca el uno del otro que podía oírle respirar, tragar saliva, pensar. En su mirada veía mi misma confusión, esa desorientación de estar seguro de algo que no puede ser verdad.
-¿Cómo es posible? –Le dije, quedamente.
No me comprendía, y al parecer eso le disgustaba profundamente. Gimió, como lo haría un sabueso pidiendo perdón. El corazón me latía tan fuerte que parecía apunto de implosionar, todo mi ser vibraba silenciosamente. Un anhelo irrefrenable me estaba apresando, y no veía el modo de calmarlo. El cuerpo me pedía acercarme a esa peluda y menuda versión de mi mismo, rendirme a su magnetismo. Pero, ¿con que fin? Me resistí a ello, simplemente no era razonable. Él, por su parte, inclinaba su cuerpo hacia delante y hacia atrás, apretando con fuerza la mandíbula. Sólo un Goba impaciente podría haber roto aquella tensión, y así lo hizo. Resopló con fuerza, hastiado, y de un salto se levantó. Caminó, patizambo y perezoso, hasta nosotros. Nos miró, con una gran sonrisa, y me cogió de la mano. Y cogió la mano de él, y todo cobró sentido. Sentí el calor, el Goba resplandecía ténue. Miré a los ojos de lobo, y pequeñas imágenes empezaron a insinuarse en mi mente. Fogonazos, recuerdos esquivos se escurrían entre los míos. Ideas fugaces que me eran tan familiares que mi ánimo flaqueaba al verlas desaparecer. Debían ser ancladas, como fuese.
-Goba… -Le dije- …Degan.
Un aullido eufórico resonó a través de los mundos, y el cuerpo del Goba estalló en una gigantesca nube de luz. Nos envolvió un furioso torbellino blanco, deshaciendo nuestros cuerpos, deshaciendo la realidad. Justo antes de desaparecer entre la blanca luz, el pequeño lobo me sonrió por primera vez, y habló con convicción. “Wargan… kareda.” No dijo nada más, ya no estaba. Ya no había nada. Mi cuerpo flotaba en el vacío blanco, rendido a la paz del abrazo del Goba, a su calor, dispuesto a navegar nuevamente por mi pasado. Mi pasado… Recorriendo el bosque con mis hermanos, cazando con mi padre… Un día de lluvia, refugiado en el calor del pelaje de mi madre, protegido... Me vi, corriendo por toda Lamura, explorando en solitario, libre. En casa del Viejo Pun, estudiando con mis compañeros, aprendiendo como tender Puentes entre los mundos…
“No valen excusas. Inténtalo de nuevo, sé que lo llevas en la sangre… Honra a tu familia.”
“Mirad, Wargan lo ha conseguido…”
Y comprendí, finalmente, esas palabras...
“Wargan… kareda.”
“Wargan… encuéntrala.”
Mi nombre, mi misión. “Lo haré” dije, susurrando la más inquebrantable de las promesas. El bosque reapareció a mi alrededor, ese bosque que conocía tan bien como la palma de mi mano. Mis ojos ya podían desentrañar fácilmente lo que antes permanecía oculto en la sombra. Podía ver con claridad a los animales que correteaban entre los matojos, los insectos que trepaban por los árboles, los pájaros que dormitaban en sus copas. Oía su respiración, cada paso que daban, oía cada hoja que mecía el viento. El olor, antes vagamente familiar, se había convertido en una inmensa colección de recuerdos, y de paz. Wargan y sus ojos de lobo habían desaparecido, habían vuelto donde debían estar. Otra vida, brillante como el Sol, se desplegaba en mi mente, nítida. Otra infancia, otro hogar, otras ambiciones, conviviendo plácidamente con las antiguas, como si no pudiese ser de otro modo. Todo estaba en su sitio, en perfecta calma y sincronía. Wargan y el Señor Tortuga eran ya la misma cosa, si es que alguna vez habían dejado de serlo. A mis pies, el Goba dormía, exhausto.
-Aquí es donde debía venir… -Le dije, alzándole del suelo – Y aquí me has traído. Gracias, pequeño Goba.
Con cuidado lo llevé hasta mi espalda. Sin despertar, se asió instintivamente de mi cuello y sus piernas se abrazaron a mi tronco. Y cuando estuvo bien sujeto, emprendí el camino. Corrí por el bosque, veloz y silencioso, como mi padre me había enseñado. Iba tan rápido que mis pies apenas tocaban el suelo, como si estuviese apunto de alzar el vuelo. Me sentía eufórico, no había cansancio, más veloz que nunca. Sentí que era capaz de correr hasta el fin del Mundo, sólo para una vez allí dar la vuelta y empezar de nuevo. El paisaje cambiaba vertiginosamente a mi alrededor mientras mi mente indagaba en mi recobrada memoria. Todo cobraba sentido, y con otros ojos comprendí lo que me había sucedido desde que me había lanzado al vacío, en busca de Miss Marple. Había despertado en un Bastión Blanco, las salas que crearon los Auréos en los Puentes para que nadie los cruzara sin su autorización. Resulté malherido porque nadie en su sano juicio cruzaría un Puente que está cerrándose. Fui un idiota. Me llevaron a Hapocra, tierra de las Artes, para sanarme, y un Goba me había traído a Lamura, mi hogar, a través de algún camino desconocido. ¿Un Goba? Siempre había creído que sólo servían a los Auréos, ¿por qué este habría de salvarme? Toda una vida de conocimientos me azotaba como una furiosa tempestad, torturándome por haberlos olvidado. Reviví esas viejas historias de guerra contra los Auréos, la dolorosa Tregua que había aislado a Lamura de los otros mundos. Esos traidores, ciegos, déspotas, con su distorsionada visión, con sus ansias de control sobre los Cinco Mundos. Terga, Hapocra, Auréa, Lamura, Davina… Y más allá, en las profundidades que ningún Puente podía alcanzar, se hallaba Inoterga, la tierra Negra donde todo muere. Mis pensamientos destilaban claridad, ordenados al fin. Ahí estaban nuevamente mis sueños de soldado, el niño que anhelaba ser el gran guerrero que acabaría con la dictadura Auréa. Mis hermanos mayores, Baran, Wargu, riéndose de esos sueños, retractándose al ver que me habían hecho llorar…
Detuve mi carrera, había llegado a mi destino. La Colina de la Luna, mi viejo escondite. Se alzaba al norte de los Bosques de Lam, y desde allí contemplé incontables noches el paisaje de mi tierra. Podía ver el mar, las lejanas montañas del Sur, y la gran Cabaña del Viejo Pun, alzándose entre los árboles, al oeste, en el centro de mi poblado. Suavemente deposité al Goba en el suelo, que seguía durmiendo, y me senté a su lado. El bosque, a mi alrededor, cantaba silenciosamente a la Luna. “Si pudieras ver esto, Miss Marple…” Le susurré. “Si pudiera contarte lo que ahora sé…” Entonces, una duda se insinuó, y miré mis manos, mis brazos. Nada había cambiado. Seguía con el mismo cuerpo con el que vine desde Terga, desde la Tierra. Resultaba extraño, y a la vez lógico y natural, no ver mis garras, mi pelo plateado. Dos vidas se habían buscado y encontrado, y convivían ahora en mis recuerdos, pero mi cuerpo humano había prevalecido. Sentía que así era como debía ser, no obstante, empecé a preguntarme que diablos había ocurrido. Nunca había visto un Degan como ese, no era así como se suponía que debía suceder. Los Gobas no estallaban para convertir a dos seres en uno sólo. Observando la tierra de Lamura no tuve ninguna duda de que ese era mi hogar, pero también lo era el lujoso apartamento donde me crié, situado en el centro de una gran ciudad de Terga. Fui al instituto, con Sam y Laura y Cris y Rebeca, pero también aprendí a pelear y a rastrear con mis hermanos, y con Adren y Laghot y Muta y Gadrak. Tenía mucho sentido, de algún modo, pero a la vez era incapaz de comprenderlo. ¿Era posible que…?
Y entonces, mis orejas vibraron, y un escalofrío me recorrió la espalda. Algo iba horriblemente mal en alguna parte. No tardé en reconocer esa sensación, largo tiempo olvidada. La había sentido una vez, en el pasado. El día que atacaron el poblado, esas bestias asquerosas… Cogí al Goba, y lo escondí en esa grieta en las rocas que tan bien conocía. Ahí, en la cima de la Colina de la Luna, el pequeño Wargan se escondía a llorar. El Goba era pequeño, y uno debía meter la cabeza en la hendidura para poder verlo. Estaba fuera de peligro. Me di la vuelta, y los esperé. Inoterga. Estaban en camino, podía sentir como cruzaban el Puente. No degustarían ni una gota de mi temor. Sonreí, y me rendí al Ansia, el calor del guerrero Lamurano, el más básico y feroz de los instintos. Yo los había atraído, por supuesto. Se había creado un vínculo demasiado suculento para resistirse. Recordé las palabras del Viejo Pun: “Un Inoterga vive para la desunión, el amor o la empatía se le clavan como una daga oxidada.” El Degan. Había sido demasiado potente, debían haberlo olido hasta en las profundidades del Núcleo. Apreté los puños, ansioso de entrar en combate. Recordé mi impotencia, años atrás, cuando tuve que esconderme con mi madre mientras los demás luchaban contra la oscuridad. No volvería a ocurrir. Pese a mi juventud, era ya reconocido como uno de los guerreros más temibles de este lado de las montañas.
Y ante mí se abrió el portal de luz, esta vez sin dañar mis ojos, y las bestias se manifestaron. Parecían absorber la luz de la Luna, formando una gigantesca nube negra que hacía imposible distinguirlos unos de otros. Sus ojos, no obstante, les delataban. Seis ojos, rojos como el fuego, me miraban fijamente, con esa mezcla de ansia y burla que tan bien recordaba. Tres Inoterga habían acudido. Demasiados, para cualquiera. Atacar a uno en solitario ya era un suicidio. La muerte parecía inevitable, no sentí ni un ápice de temor. Para eso me había entrenado. Cualquier Lamurano habría dado un brazo para enfrentarse a su enemigo ancestral, y sólo pude preguntarme alegremente cuantos podría matar antes de curzar el Último Puente. Nunca me había sentido tan fuerte.
-¿Tres, eh? ¿Tanto miedo me tenéis? –Dije, desafiante – Hacéis bien en temerme, engendros pútridos. Ya no soy un cachorro que deba esconderse… soy vuestra perdición.
Por respuesta sólo oí algunos chillidos y gorgoteos, tan asquerosos que sólo podía tratarse de la tenebrosa risa del mal. El Inoterga del medio se avanzó, como si insinuase que él sólo podía hacerse cargo de mí. Sonreí, y levanté la cabeza para aullar a la Luna. La voz brotó, como un huracán incontrolable, y se esparció salvajemente por todo el reino, más allá de las montañas y los mares, más allá del cielo y de las estrellas. El Aullido de Guerra resonó, el más poderoso que jamás se había oído en Lamura, anunciando que Wargan, también conocido como el Señor Tortuga, emprendía su última batalla.
La mujer se siente seria frente al comumtidor, tras meditarlo unos segundos sonrie y teclea:
ResponderEliminarAHHHHHHH adoro a Wargannnnnnnn me enamore me entanta¡¡¡¡, lee lo que ha escrito, es acorde a lo que siente, se sonrie uan vez mas y aprenta enter..
Mis feliciaciones me encanta la historia y la descripcion garras invisibles y el pelo... imaginarlo y romper esquemas un gran desafio, Me encanta un besote.
Me encanta la manera en la que transmites la transformación en la percepción del prota. Un abrazo.
ResponderEliminarVaya! empiezo a sentirme identificado con el señor tortuga, también es canino, je. Muy bien escrito amigo, muy entretenido y atrapante. Bravo Jud.
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