Amanece sin Sol en Barcelona, y llevo un tampón metido en el culo. Un manto de nubes grises y opacas cubren la ciudad, tan aburridas que ni se molestan en amenazar con lluvia. El tampón no me molesta tanto como había imaginado, ni tan poco como hubiera deseado. Me dirijo a la Universidad, acompañado de ruido, frío empalagoso, y muertos vivientes de ojos soñolientos. Con el tiempo he descubierto, para mi sorpresa, que lo que más añoro de mi hogar es la niebla matinal. Me crié en un pequeño pueblo, situado prácticamente sobre el regazo de los Pirineos, donde la niebla solía escoltarme de camino al colegio. Era fantástico, un lunes por la mañana podía convertirse en una aventura. La niebla era tan densa que un brontosaurio podía bailar el charlestón a tres pasos de ti sin que te dieras cuenta. Me encantaba, su tacto, el aroma que se alzaba con ella, su significado. Olía a verde humedad, y ciertamente un poco a mierda de ganado de las granjas de los alrededores. Probablemente alguien de fuera no podría comprenderlo, ellos lo llamarían peste, pero para nosotros la niebla olía a vida, a tranquilidad, a rutina. Era el olor de un café en la plaza mayor antes de un duro día de trabajo, el olor de un vecino sonriente dando los buenos días, el olor de las campanadas de una iglesia invisible. Era como si el pueblo despertara solo para ti. Era el olor de la paz inmutable. Y de la mierda de vaca.
En Barcelona hay niebla, a veces, pero se me antoja muerta, sucia, un invitado hostil en la jungla de cemento. No hay sonrisas en el invierno de Barcelona, no hay un plácido despertar. Dicen que ha nevado un poco esta noche, pero yo sólo veo pequeños pegotes de hielo marrón en los bordes de la calzada. Siento nuevamente esa triste punzada de añoranza, y tengo que mover un poco las caderas para recolocar el tampón que llevo metido en el culo. Desaparece la molestia y sigo andando con normalidad, pensando que esta ciudad está muerta, y me pregunto qué locura impulsa al ser humano a aglomerarse de esta forma tan inhumana. Tan apiñados, y no obstante tan distantes. Y al parecer eso les permite ser arrogantes e indiferentes, pese a su ceguera, pese a vivir como alimañas. Cuando me trasladé para estudiar en la universidad supe enseguida que no había nada para mí en Barcelona. Sus calles no me saludaban, ni sus gentes, ni sus árboles tristes. Miedo, avaricia, hipocresía y desesperación, es todo cuanto podía oír al intentar escuchar las voces de este lugar. Llegué a preguntarme si en realidad era yo el que tenía un problema, el loco que cree ser el único cuerdo. Por suerte, descubrí que no era el único con esa visión. Encontré unos pocos compañeros de clase igual de trastornados por el entorno, pese a ser nativos de la ciudad. Eramos pocos, muy pocos. Los demás parecían rendidos a esa corriente de ambiciones vanas, hipocresía y avaricia, sus ojos estaban vacíos, opacos. Hasta los profesores parecían hipnotizados por esa ilusión, completamente abducidos por esa masa deforme y sumisa que llamamos sociedad. Las clases eran un suplicio, lecciones monótonas y pastosas, carentes de pasión y de alma. El día a día, en general, era prácticamente insoportable. Podía uno volverse loco.
Supongo que por eso empezamos esta locura.
Supongo que por eso llevo un tampón metido en el culo.
Empezó, como muchas otras grandes cosas, como una broma, una tontería inofensiva. Éramos tres, y estábamos jugando al baloncesto, entre burlas y bravuconadas. Fran fue quien habló:
"Bien, si eres tan bueno, no tendrás problema en hacer una pequeña apuesta. ¿Ves a esas chicas? Pues el que pierda tiene que ir hasta ellas y decirles que es el inspector municipal de vaginas, en misión oficial. ¿Que me dices?"
Me reí, y acepté. Gané la apuesta y le tomé el pelo un rato, sin esperar realmente que cumpliera su palabra. Pero lo hizo, sin dudarlo ni un momento, con una sonrisa en la cara. Fue un espectáculo hipnótico para alguien tan tímido como yo. Las chicas se escandalizaron, le insultaron, una hasta le escupió, y se fueron. Recuerdo ese primer subidón de adrenalina, contemplar la humillación de Fran, resistiendo ese instinto de apartar la mirada cuando un amigo se pone en ridículo. Una leve sensación de peligro, un pequeño remordimiento de voyeur. Me reí de él cuando volvió con esa sonrisa triunfal, y en parte envidié la intensidad de su experiencia. La verdad, no había motivo alguno para no intentar otras apuestas simulares. Lo hicimos, una y otra vez, y luego otra. No importaba el juego, ni el resultado, importaba la apuesta. Y apostábamos en cualquier estupidez. Quien encestaba menos cacahuetes en el cenicero debía ir a comprar tabaco vestido únicamente con un albornoz. Quien perdía ese partido de ping-pong debía cantar "Asturias, patria querida" en el metro, a pleno pulmón. Llamabas a un número de teléfono aleatorio, y si te contestaba un hombre al día siguiente ibas a clase con los labios pintados.
Era absurdamente divertido, y adictivo. La recompensa: unos pocos segundos de una indescriptible incertidumbre, ese instante en que no sabes si ganarás o perderás, ese vértigo, esa respiración contenida. Valía la pena, incluso cuando perdías sabías que estabas viviendo algo distinto. Todo parecía haber cambiado: yo, mis amigos, incluso la ciudad era distinta. Ya no me parecía muerta, gris o aburrida, sólo veía oportunidades de hacer apuestas cada vez más ridículas. "Si el mundo es una mierda", decíamos, "que sea al menos una mierda divertida". Y en eso nos volcábamos. Lo hacíamos en todas partes: en casa, en la universidad, por la calle, en un bar. Cualquier momento y lugar eran buenos para ser valientemente imbéciles. Nunca era mal día para ir a clase saltando a la comba o hablar a los profesores con acento francés, ningún lugar era inadecuado para correr en pelotas. Empezamos sólo tres: Fran, Tom y yo mismo, pero más compañeros de clase se fueron apuntando a nuestros juegos, con más o menos dedicación. En poco tiempo, incluso estudiantes de otros cursos empezaron a jugar por su cuenta. Se había corrido la voz de nuestras locuras, y al parecer la gente quería formar parte de ello, como quería formar parte de todo lo que sucedía. Supongo que no podían permitir que otros les recordaran lo cobardes que eran y lo aburridas que eran sus vidas. Malditos borregos. De repente, veías a chicos desconocidos por los pasillos, vestidos de conejita, de geisha, de colegiala. Un nazi se sentó a mi lado en clase de Álgebra, una chica con el pelo naranja interrumpió la clase de Química para declarar su amor al profesor. La gente empezó a llamarlo "jugar al Risk". Un cero en originalidad, pero cuajó. Y la cosa empezó a desbordarse.
Cerca de mi casa, a tres manzanas de la universidad, reconocí a un estudiante de Bioquímica, en una esquina, vestido de querubín y anunciando el fin del mundo. Me dijo que era su castigo por perder un pulso.
En una asamblea de estudiantes, una de las delegadas enseñó los pechos mientras cantaba "Soy una vaca lechera".
Un chico alemán, que estaba de erasmus, tuvo que fotocopiarse el culo y empapelar todo el aula de anatomía con la imagen de sus esbeltas nalgas.
Por supuesto, en la universidad no se quedaron de brazos cruzados. Normas de vestimenta, comunicados de la directora, amenazas y sanciones, carteles por doquier: "Jugar al Risk en la facultad se castigará con la expulsión". No tuvieron mucho éxito, pero la verdad es que tanta atención empezaba a quitarle la gracia al asunto. Aparentemente, nuestro pequeña diversión había degenerado en una especie de revuelta estudiantil, probablemente la más estúpida y sin sentido de todos los tiempos. Era perfecto, una forma de rebelarse sin rebelarse, una excusa para ser idiota e inmaduro. Ese era el espíritu de nuestra generación. La verdad, a nosotros nunca nos interesó nada de eso, pues se había diluido la idea inicial del juego. Ir con falda a un examen ya no era lo mismo si por el camino te cruzabas con Napoleón bailando claqué. Hacer el tonto ya no era suficiente, no para los que lo empezamos todo.
Cerca de mi casa, a tres manzanas de la universidad, reconocí a un estudiante de Bioquímica, en una esquina, vestido de querubín y anunciando el fin del mundo. Me dijo que era su castigo por perder un pulso.
En una asamblea de estudiantes, una de las delegadas enseñó los pechos mientras cantaba "Soy una vaca lechera".
Un chico alemán, que estaba de erasmus, tuvo que fotocopiarse el culo y empapelar todo el aula de anatomía con la imagen de sus esbeltas nalgas.
Por supuesto, en la universidad no se quedaron de brazos cruzados. Normas de vestimenta, comunicados de la directora, amenazas y sanciones, carteles por doquier: "Jugar al Risk en la facultad se castigará con la expulsión". No tuvieron mucho éxito, pero la verdad es que tanta atención empezaba a quitarle la gracia al asunto. Aparentemente, nuestro pequeña diversión había degenerado en una especie de revuelta estudiantil, probablemente la más estúpida y sin sentido de todos los tiempos. Era perfecto, una forma de rebelarse sin rebelarse, una excusa para ser idiota e inmaduro. Ese era el espíritu de nuestra generación. La verdad, a nosotros nunca nos interesó nada de eso, pues se había diluido la idea inicial del juego. Ir con falda a un examen ya no era lo mismo si por el camino te cruzabas con Napoleón bailando claqué. Hacer el tonto ya no era suficiente, no para los que lo empezamos todo.
Poco a poco, y realmente sin darnos cuenta, empezamos a ir cada vez más lejos. Había una frontera sagrada que nunca habíamos traspasado hasta ese momento, la de la ley, pero eso ya no nos parecía tan importante. Fran perdió una partida de billar, así que intentó sobornar a un policía con dinero del Monopoly. A Tom le pillaron robando lencería en el Corte Inglés por no dar pie con bola en el Trivial. Yo tuve que negarme a pagar una cena de marisco en un lujoso restaurante, alegando ser el cuñado del Rey. Había perdido una partida de Backgammon. Cada vez más lejos, cada vez más alejados de la realidad, de la vida que conocíamos. Descubrí un mundo nuevo, otra vida sin miedo ni dudas, sólo emoción, adrenalina. Y esa es la única vida que ahora queremos vivir. En un momento u otro, los tres hemos sido arrestados, y la verdad es que nos da igual. Te sientes invencible, como si el mundo, con todas su leyes y complejos, no pudiera hacer nada contra ti. No no sentimos parte de él, somos otra cosa, jugamos según otras normas. En pocas semanas he gastado todos mis ahorros en multas, compensaciones e indemnizaciones. Mis padres prácticamente me han repudiado por ello. No podría importarme menos. Para mí ese es el dinero de su juego, no del mío, a mi juicio tiene tanta validez como el del Monopoly. Cada vez más lejos, forzando los límites hasta el extremo. Mientras los imbéciles de la universidad "juegan al Risk" para hacerse notar, nosotros estamos a un nivel completamente diferente. Vivimos para ello. Tras quedar la ley a un lado, no ha tardado en seguirle la moral, la ética. Hace pocos días, contemplé boquiabierto como Fran se abalanzaba sobre un mendigo para darle una paliza. Era lo más justo, había sido el último en terminar su kebab. Fue algo nuevo. Tan atroz, tan inhumano, tan horriblemente inmoral. Verlo fue más intenso que cualquier otra cosa que hubiera hecho yo mismo. Sentir esa tensión, el derrumbamiento de toda la ética que me habían enseñado, esa oleada de contradicciones y remordimientos. Oscuro, macabro, hipnótico. Un golpe tras otro, los aullidos del mendigo impotente, su sangre. Jamás me había sentido tan vivo y tan consciente de mi entorno. Los colores parecían más intensos y los sonidos, más nítidos. La vida, más vida. Cuando escapábamos de la policía me fijé en la sonrisa de Fran, en sus ojos centelleantes de emoción. Estaba en éxtasis. Yo quiero lo mismo. Todos lo queremos, y cada vez en mayor cantidad. Suben las apuestas, y apenas queda nada de nosotros mismos. Somos jugadores, nada más, y nada menos.
Y ahora es mi turno. Contemplo las tristes calles de Barcelona, la suciedad, sus aborregados transehúntes… y sonrío. Desecho la añoranza, ya no hay hogar para mí, no hay un sitio al que volver. Es hora de jugar. El mundo gris que me rodea se ilumina a mi paso, contagiándose de mi emoción. Ya no veo la ciudad, ni árboles tristes u edificios feos, no oigo ese ruido ensordecedor ni huelo esa peste artificial. Sólo veo el escenario perfecto para mi actuación. Llevo un tampón metido en el culo, y estoy a punto de llegar a la universidad. Veo a Fran, comiéndose un bocadillo junto a la entrada, y nos saludamos con una sonrisa. Quiere estar en primera fila. En realidad esta seria el castigo de Tom por una partida de dados de la semana pasada, pero ahora mismo está en prisión preventiva, acusado de matar a puñaladas a otro estudiante, en los lavabos del tercer piso. Tenía que hacerlo, había calculado fatal el tiempo que tardarían en traernos las pizzas. Por ello, la tarea recayó en mí, que saqué el segundo peor resultado a los dados. Entro en la facultad, y me dirijo con paso seguro hacia la biblioteca. Me siento en paz, aunque expectante, aislado de todo, como cuando saltas en una cama elástica, ese mágico segundo en que has dejado de subir, pero aún no te estas cayendo. Camino sobre una nube, compadeciendo a los gusanos que recorren los pasillos, hablando y riendo, sintiéndose tan especiales. Se acercan las vacaciones de Navidad, y todos los estudiantes están de buen humor, haciendo planes absurdos y ridículos. Sonrío, y entro en la biblioteca. Es temprano aún, hay poca gente en las mesas, nadie me va a molestar, nadie se fijará en mí. Me siento en una mesa, tranquilamente, y espero, ya sólo es cuestión de tiempo. Al cabo de unos diez minutos, como era de esperar, la bibliotecaria se levanta. Ahora bajará hasta la primera planta, a comprar un café de máquina y saldrá a fumarse un cigarrillo. Cinco minutos son más que suficientes. Me levanto, y sin ser visto me deslizo hasta el rincón más apartado de la biblioteca. Es un pequeño recodo, disfuncional, oculto a las miradas, donde puedo ejecutar mi cometido. Dejo la mochila en el suelo. Quito unos cuantos libros de una estantería, y allí coloco mi pequeña sorpresa. Es un pequeño artefacto casero, equipado con un rudimentario temporizador. Es sorprendente lo fácil que resulta hacer napalm. Mis manos tiemblan de emoción, pero consigo poner unos cuantos libros delante para esconderlo. Queda perfectamente oculto de cualquier mirada indiscreta. Activo el temporizador, y me doy media vuelta. Salgo tranquilamente de la biblioteca, y nadie se fija en mí, nadie me mira, ¿por qué habrían de hacerlo? Me alejo, sin prisa, tengo diez minutos para salir del edificio. Y ahí está, por primera vez. El éxtasis deslumbrante, la meta final, como si estuviera mirando a los ojos de Dios, como si el universo entero contuviera la respiración. La vida, estallando en mi interior. Me paro un segundo, el tampón me molesta un poco. No puedo evitar reír entre dientes, recordando las palabras de Fran, antes de lanzar los dados:
"Queda decidido, pues. El perdedor deberá incendiar la facultad llevando un Tampax Superplus (para días de flujo muy abundante) metido en el culo. "
Esta mezcla de cotidianidad con sucesos prácticamente inverosímiles si que es explosiva!
ResponderEliminarPostrada ante vos, caballero.
Pd.: Lo del inspector de vaginas era mentira? Entonces el señor de la plaza... Oh God...
Siempre debes pedir que te enseñen la placa antes de bajarte los pantalones, mujer xDDDD
EliminarBueno, hablando en serio, gracias :P
Straight to the Olimpo of writers, my friend!
ResponderEliminarHas leído La catedral del mar? ...mola.
Gracias, Peregrino Gris. Pues no, no lo he leído, me lo recomendó un tipo al que tengo ojeriza, ergo cogí manía al libro de marras
EliminarColosal! Bien construido, ostia! Esto de desvincularte de la sociedad no ha sido en vano.
ResponderEliminarHola perdona mi imperdonable demora en comentar, algunas ocupaciones me mantienen lejos, pero creo que lo que mejor grafica mi opinion es :O...
ResponderEliminarIncreible lo tuyo... y siempre un placer leerte, muchas gracias por desbordar tu talento.
Mi querido Dundee.... ya que te veo aqui sobre mi ( competario) cuando voy a saber si el chico se tira a la altruista... me mata esa historia... perdon por dejarle un mensajito aqui Juda.. pero lo importante de los mensajes es que lleguen jejej besos... muackk
De lo mejorcito que he leído últimamente.
ResponderEliminarDe lo mejorcito que he leído últimamente.
ResponderEliminarEres grande Judas. De vértigo. De envidiar...
ResponderEliminar